Los abajeños de «El llano en llamas»

Ya mataron a la perra,
pero quedan los perritos…

(Corrido popular)

Por ese tiempo casi todos éramos “abajeños”, desde Pedro Zamora para abajo; después se nos juntó gente de otras partes: los indios güeros de Zacoalco, zanconzotes y con caras como de requesón. Y aquellos otros de la tierra fría, que se decían de Mazamitla y que siempre andaban ensarapados como si a todas horas estuvieran cayendo las aguasnieves. A estos últimos se les quitaba el hambre con el calor, y por eso Pedro Zamora los mandó a cuidar el puerto de los volcanes, allá arriba, donde no había sino pura arena y rocas lavadas por el viento. Pero los indios güeros pronto se encariñaron con Pedro Zamora y no se quisieron separar de él. Iban siempre pegaditos a él, haciéndole sombra y todos los mandados que él quería que hicieran. A veces hasta se robaban las mejores muchachas que había en los pueblos para que él se encargara de ellas.

Me acuerdo muy bien de todo. De las noches que pasábamos en la sierra, caminando sin hacer ruido y con muchas ganas de dormir, cuando ya las tropas nos seguían de muy cerquita el rastro. Todavía veo a Pedro Zamora con su cobija solferina enrollada en los hombros cuidando que ninguno se quedara rezagado:

¡Epa, tú, Pitasio, métele espuelas a ese caballo! ¡Y usté no se me duerma, Reséndiz, que lo necesito para platicar!

Sí, él nos cuidaba. Íbamos caminando mero en medio de la noche, con los ojos aturdidos de sueño y con la idea ida; pero él, que nos conocía a todos, nos hablaba para que levantáramos la cabeza. Sentíamos aquellos ojos bien abiertos de él, que no dormían y que estaban acostumbrados a ver de noche y a conocernos en lo oscuro. Nos contaba a todos, de uno en uno, como quien está contando dinero. Luego se iba a nuestro lado. Oíamos las pisadas de su caballo y sabíamos que sus ojos estaban siempre alerta; por eso todos, sin quejarnos del frío ni del sueño que hacía, callados, lo seguíamos como si estuviéramos ciegos.

 


El Llano en llamas, de Juan Rulfo. Originalmente publicado en la revista América.

Prólogo de ‘La literatura y el mal’, de Georges Bataille

La generación a la que pertenezco es tumultuosa. Nació a la vida literaria en la ajetreada época del surrealismo. En los años que siguieron a la primera guerra mundial existió un sentimiento desbordante. La literatura se ahogaba en sus límites. Parecía que contenía en sí una revolución. 

Estos estudios, cuya coherencia se me impone, los compuso un hombre de edad madura. Pero su sentido profundo se vincula con el alboroto de su juventud y son en realidad su eco ensordecido. Para mí, resulta significativo que se publicaran en parte (por lo menos en su primera versión) en Critique, esa revista que logró crédito gracias a su seriedad.

Pero debo advertir aquí que si en algunos casos he tenido que volver a escribirlos, se ha debido a que, al persistir los tumultos en mi espíritu, al principio sólo había podido dar a mis ideas una expresión confusa. El tumulto es fundamental; es el sentido de este libro. Pero es tiempo ya de alcanzar la claridad de la consciencia.

Estos estudios responden al esfuerzo que he venido realizando para desentrañar el sentido de la literatura… La literatura es lo esencial o no es nada.

El Mal –una forma aguda del Mal– que la literatura expresa, posee para nosotros, por lo menos así lo pienso yo, un valor soberano. Pero esta concepción no supone la ausencia de moral, sino que en realidad exige una “hipermoral”. La literatura es comunicación. La comunicación supone lealtad: la moral rigurosa se da en esta perspectiva a partir de complicidades en el conocimiento del Mal que fundamentan la comunicación intensa.

La literatura no es inocente y, como culpable, tenía que acabar al final por confesarlo. Solamente la acción tiene los derechos. La literatura, he intentado demostrarlo lentamente, es la infancia por fin recuperada. ¿Pero qué verdad tendría una infancia que gobernara? Ante la necesidad de la acción se impone la honestidad de Kafka que no se atribuía ningún derecho. Sea cual sea la enseñanza que se desprenda de los libros de Genet, la defensa que Sartre hace de él no es admisible. Al final, la literatura tenía que declararse culpable. 


De ‘‘La literatura y el mal’, de Georges Bataille.

Este libro es, sin duda, una buena introducción a la obra de Bataille. Con más profundidad, obviamente, bucearon en ella reconocidos escritores, filósofos y críticos como Jean-Paul Sartre, Maurice Blanchot, Margueritte Duras, Roland Barthes, Pierre Klossowski, Roger Caillois o Maurice Nadeau intentando encontrar su último sentido, aunque no sabemos si lo consiguieron. También lo hizo Michel Foucault, siendo esta la palmaria conclusión a la que llegó: “Debemos a Bataille gran parte del momento en el que nos encontramos; y mucho de lo que queda por hacer, decir y pensar, le es debido sin duda, y lo será durante mucho tiempo. Su obra crecerá sin cesar.”

La noche de Louis-Ferdinand Céline

Más vale no hacerse ilusiones, la gente no tiene nada que decirse, sólo se hablan de sus propias penas, está claro. Cada cual para sí, la tierra para todos. Intentan deshacerse de su pena y pasársela a otro, en el momento del amor, pero no da resultado y por mucho que hagan, la conservan entera, su pena, y vuelven a empezar, intentan otra vez endosársela a alguien. “Es usted muy guapa,  señorita”, van y dicen. Y la vida continúa, hasta la próxima vez, en que volverán a probar el mismo truquillo. “Es usted guapísima, señorita!…”

Y después venga jactarte, entretanto, de haberte librado de tu pena, pero todo el mundo sabe, verdad, que no es cierto y que te la has guardado pura y simplemente para ti solito. Como te vuelves cada vez más feo y repugnante con ese juego, al envejecer, ya ni siquiera puedes disimularla, tu pena, acabas teniendo la cara cubierta con esa fea mueca que tarda veinte, treinta años y más en subir, por fin, del vientre al rostro. Para eso sirve, y para eso sólo, un hombre, una mueca, que tarda toda una vida en fabricarse, y aún más, que no siempre llega a terminarla siquiera, de tan pesada y complicada que es, la mueca que habría que poner para expresar el alma entera de uno sin perderse nada. 

La mía, estaba perfilándola precisamente, con facturas que no lograba pagar, poco elevadas, sin embargo, el alquiler imposible, el abrigo demasiado fino para la temporada, y el frutero que se reía por la comisura de los labios al verme contar el dinero, vacilar ante el queso, enrojecer en el momento en que las uvas empiezan a costar caras.

Viaje al fin de la noche, Louis-Ferdinand Céline

* Pintura de Jean-Claude Götting

En el corazón de las tinieblas

Yo estaba asombrado. Después miré rápidamente hacia el río, donde vi un tronco de árbol sumergido. Unas varas, unas varas pequeñas, volaban alrededor, zumbaban ante mis narices, caían cerca de mí e iban a estrellarse en la cabina de pilotaje. Pero, a la vez, el río, la playa, la selva estaban en calma, en una calma perfecta. Sólo podía oír el estrepitoso chapoteo de la rueda de popa y el zumbido de aquellos objetos. ¡Por Júpiter, eran flechas! ¡Nos estaban disparando! Entré rápidamente en la cabina a cerrar las ventanas que daban a la orilla del río. El estúpido timonel, con las manos en las cabillas del timón, levantaba las rodillas, golpeaba el suelo con los pies y se mordía los labios como un caballo sujeto por el freno. ¡El muy imbécil! Estábamos haciendo eses a menos de diez pies de la playa. Al asomarme para cerrar las ventanas, me incliné a la derecha y pude ver un rostro entre las hojas, a mi misma altura, mirándome fija y ferozmente. Y entonces, súbitamente, como si se hubiera removido un velo ante mis ojos, descubrí en la maleza, en el seno de las oscuras tinieblas, pechos desnudos, brazos, piernas, ojos brillantes. la maleza hervía de miembros humanos en movimiento, lustrosos, bronceados. Las ramas se estremecían, se inclinaban, crujían. De ahí salían las flechas. Cerré el postigo.

Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas

*Ilustración de Enrique Breccia

Un antipoema de Nicanor Parra

Nicanor Parra marcó rumbos novísimos en la poesía contemporánea, abriendo el verso lírico del idioma a las realidades más exteriores y apoéticas de nuestra circunstancia humana. Su obra, como la de la mayoría de los poetas de su generación —entre ellos Octavio Paz, Alí Chumacera y Eduardo Carranza– sufrió la influencia de la filosofía existencialista. Sin embargo, su poesía se distingue de la de otros existencialistas hispanoamericanos en que su actitud no fue de angustia desolada. En muchas ocasiones aparece la nota satírica y de cuando en cuando hasta la burlesca, pero es claro que en el fondo de su poesía yace la desilusión.

LO QUE YO NECESITO URGENTEMENTE

es una María Kodama
que se haga cargo de la biblioteca

alguien que quiera fotografiarse conmigo
para pasar a la posteridad

una mujer de sexo femenino
sueño dorado de todo gran creador

es decir una rubia despampanante
que no le tenga asco a las arrugas
en lo posible de primera mano
cero kilómetro para ser + preciso

o en su defecto una mulata de fuego
no sé si me explico:
honor y gloria a los veteranos del 69!
con una viuda joven en el horizonte
el tiempo no transcurre
¡se resolvieron todos los problemas!
el ataúd se ve color de rosa
hasta los dolores de guata
provocados x los académicos de Estocolmo
desaparecen como x encanto

de Poemas para combatir la calvicie. Antología. (Santiago de Chile, 6ªed., Fondo de Cultura Económica, 1998)

El amante de Marguerite Duras

La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie. Ya he escrito, más o menos, la historia de una reducida parte de mi juventud, en fin, quiero decir que la he dejado entrever, me refiero precisamente a ésta, la de la travesía del río. Con anterioridad, he hablado de los períodos claros, de los que estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud, de ciertos ocultamientos a los que he sometido ciertos hechos, ciertos sentimientos, ciertos sucesos. Empecé a escribir en un medio que predisponía exageradamente al pudor. Escribir para ellos aún era un acto moral. Escribir, ahora, se diría que la mayor parte de las veces ya no es nada.

Marguerite Duras, en El Amante